Cuando veo a tantos jóvenes caminando con sus guantes y bates de béisbol hacia el Centro Olímpico Juan Pablo Duarte, me invade una mezcla de admiración y preocupación.
Muchos lo hacen en horarios en que deberían estar en la escuela. Van esperanzados tras un sueño: firmar con un equipo de Grandes Ligas y cambiar su destino y el de sus familias.
En hogares marcados por la precariedad, ese sueño se convierte en una vía de escape frente a la miseria. Pero también puede convertirse en una trampa.